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Naufragios y Regresos

relatos

La primera noche de amor entre Hefestión y Alejandro.

No te rías si me muestro poético ya que tú eres mi poesía. Tan solo tenía trece años cuando escribí este relato, "en la blanda cera de las abejas".

Una noche de julio, en Mieza, salí desnudo de mi habitación, con el corazón palpitante. Apenas si tocaban, mis pies, el suelo del pasillo. Mi dirigía a la habitación de Alejandro. Había hecho el triple juramento - por Júpiter, por la Tierra, y por el Sol - de revelarle, hoy, que moriría si él no me quería.

Tenía más de un motivo para estar preocupado, ya que temía que me tomase por un afeminado y perder así su amistad al intentar conseguir su amor. Además, ¿qué era el amor? No teníamos ni idea, ni él ni yo, del tema. Cuando nuestras primeras emisiones nocturnas nos sorprendieron, el grave Leónidas nos explicó que eran fruto de los juegos de un dios muy secreto y muy malicioso, llamado Gamus, nacido del semén de Júpiter, soberano del Olimpo, que había derramado sobre la tierra durante un sueño que el dios Amor le había provocado.

Luedo descubrimos, cada uno por nuestra cuenta, el modo de provocar, con nuestras manos, los mismos efectos que nos producían los sueños, sin tener la idea, aún, de hacerlo juntos. Leónidas, a quien se lo contamos, nos relató entonces la historia de Mercurio y de su hijo Pan, al que le enseñó este juego. Por otra parte, nos había aconsejado no abusar de ello citándonos los versos de Aristófanes: "A los que se masturban demasiado, se les cae la piel".

Un mes antes, había estado a punto de declararme a Alejandro: tenía dolor de muelas y Filipo de Arcanania le había prescrito untarse las encías con aceite de beleño. Yo se la aplicaba con un bastoncilo rodeado de lana. Tan cerca de sus labios y respirando su aliendo, ardía en deseos de besarlos. El pudor y el temor me detuvieron.

Invocando de nuevo la Tierra, Júpiter, el Sol y también la Luna, tiré de la cuerda que accionaba el cerrojo de la puerta. Temblaba sólo al pensar que los pernos podían chirriar... No me atrevía a empujar la puerta. Alejandro no la cerraba nunca con llave, por dentro... sin embargo, yo había robado una copia de la llave por si lo hubiera hecho. En cualquier caso, introducirme, de noche y de esta forma, en su habitación no dejaba de ser un acto muy grave. Nos habíamos educado juntos desde nuestra infancia, pero él seguía siendo mi príncipe. Me tomé unos minutos más para pensar. Por la ventana del pasillo, contemplaba la luminosa noche y murmuraba: "¡Oh sagrada noche!" Pero ningún grito de ave nocturna me contestaba para servirme de augurio.

El tema que Aristóteles había tratado, ese día, había producido en mi espíritu cierta excitación, no exenta de prudencia. Demetrio, el mayor de nosotros, la había pedido que nos explicara lo que debíamos pensar de esta frase de El banquete de Platón: "No puedo decir que exista mayor riqueza, para un adolescente, que tener un buen amante y, para un buen amante, que tener un joven amado."

Abrí con precaución la puerta de Alejandro, pero mi corazón saltaba al franquear su umbral y al volver a cerrarla detrás de mí. Ahora ya estaba preso de mi victoria o de mi derrota, de mi gloria o de mi deshonra. Le daba gracias a la Luna, cuya luz bañaba la habitación y el rostro de Alejandro dormido. Me pareció que la luna estaba enamorada de él, como lo fue del bello Endimión, y como yo estaba.

Colgué en su sitio la copia de la llave. Todavía estaba a tiempo de salir sin hacer ruido, de seguir siendo el compañero de Alejandro, en vez de arriesgarme a ser desterrado por pretender conseguir su amor. Pero un perfume que conocía muy bien flotaba en el aire: era el de Alejandro, este perfume tan peculiar de su piel que huele a violetas. Me acerqué, subi los peldaños que llevaban a su lecho. Ahora, sentía su aliento en mi cara, y contemplaba sólo su rostro a pesar de que estaba descubierto y totalmente desnudo, como yo.

De repente, mis ojos se abrieron como platos: en el centro de su cuerpo, Príapo estaba erecto. El mío lo estuvo también, inmediatemente. Mi mano estaba a punto de cogérselo cuando Alejandro se despertó. Se sobresaltó, asustado, pero me reconoció y sonrió. Yo no sabía si me sonreía a mí, o si le sonreía al dios que tensaba nuestros nervios. Me precipité en sus brazos, llorando, cubriéndolo de besos... a pesar de su sorpresa, él no se quejaba. Casi por instinto, nos presionábamos el uno contra el otro. Príapo luchaba contra Príapo y su doble victoria fue rápida.

Del libro La juventud de Alejandro de Roger Peyrefitte.